Extraído de: PASCUA – Pasión – Muerte – Resurrección
Friedrich Benesch
¡Mis muy honrados, queridos presentes!
Ayer hemos intentado ver al Ser yoico divino-espiritual que realizó el Misterio del Gólgota y que desde entonces vive (invisible) entre nosotros. Este intento, en principio lo llevamos a cabo relacionándolo con el Sol y no con el ser humano, quisiera decir, puramente en sí, como se se intentara elaborar una comprensión de la vida para el séptuple yo divino en base al Sol como imagen alegórica.
Llegando desde allí nosotros, los seres humanos, podríamos pensar que toda compresión parecida sería relativamente fácil de lograr. Se observan los reinos naturales: El reino mineral se caracteriza porque las piedras poseen un cuerpo material, físico; el mundo vegetal porque a este cuerpo material, físico se suma la vida, las fuerzas vitales; el reino animal porque en esta corporalidad viviente hay un alma. Luego se llega al hombre: El hombre posee un yo. Y es allí donde comienza la dificultad, pues ser un yo y tener un yo existencial por naturaleza, desde la creación, llegar a tener conciencia de ello y no sólo tener un yo, sino utilizarlo, es un proceso sumamente complejo.
De modo que pido desde ya disculpas por tener que fatigarlos y fatigarme hoy un poco. El solo hecho de acercarse al yo es, como diría el vecino: una situación agobiante.
Muchas veces he tenido que comprobar que hay personas que no pueden con el simple hecho de experimentar el yo; ellos tienen que cuestionarse: eso que hay en mí, o conmigo, o a mi lado, ¿es este yo? Algo queda claro, y es que tenemos que haber podido hacer la experiencia, hemos tenido que haber podido tener esta vivencia de este yo dentro de nuestra conciencia. Pero inmediatamente surge la siguiente pregunta: La conciencia ¿es el yo?, o esta conciencia que tomamos desde que despertamos hasta que volvemos a dormir, en la cual vivimos, ¿sólo es un espacio dentro del cual se despliegan todas nuestras vivencias, desde lo que percibimos afuera, pasando por nuestros pensamientos, representaciones y recuerdos, además de nuestras emociones, nuestros apetitos, nuestras pasiones, y desde los impulsos de la voluntad hasta nuestras acciones? En esta conciencia portamos toda nuestra vida y todas nuestras vivencias. ¿Esto es el yo? O ¿para que se haga posible una vivencia del yo, una representación del yo, tiene que surgir además una auto-conciencia, o una conciencia de sí mismo? ¿Cómo se conforma en primer lugar la conciencia? ¿Qué es lo que hace que por la mañana vivenciemos, cómo se enciende, se aclara, cómo es el espacio coherente y uniforme de afuera y adentro, en el que todo se amasa, y cómo por la noche al dormirnos, se vuelve a borrar? ¿Dónde está, dentro de la conciencia la conciencia de sí mismo? Aquí ya llegamos a algo que es enigmático. Porque el hecho que percibamos nuestra mismidad, no depende de la percepción directa de la mismidad en la vida cotidiana. Yo digo: yo pienso – pero tengo el pensar en la conciencia, no a mí; yo digo: yo quiero – pero tengo el querer en la conciencia, no a mí. El yo permanece en el trasfondo. Se tiene la impresión de que la continuidad de nuestras vivencias se haya salvaguardada por el hecho de que hoy podemos recordar el ayer y el antes de ayer, etc. Sin embargo, tenemos que volver a preguntar, si en el caso de estas vivencias y experiencias de continuidad se trata del yo o de la percepción del yo.
La solución del enigma resulta emocionante. En su ciencia espiritual Rudolf Steiner señala, cuán decisivo es, que en la ininterrumpida corriente de todas las experiencias, mediante el sueño aparece un diptongo: la cisura de la inconsciencia. Y justamente allí donde el estado del sueño interrumpe la cadena de las vivencias, se encubre lo que se ha captado de las vivencias diurnas, lo que en ellas se ha encendido, conectado y vuelto a soltar: el yo. La identidad real de mí mismo conmigo mismo sólo se lleva a cabo, porque inconscientemente percibo estas omisiones, un profundo y abismal agujero del estado de sueño, de la inconsciencia dentro de la plenitud de todas mis experiencias. La conciencia de sí mismo aparece dentro de la conciencia porque tenemos una precepción de déficit, detrás de la cual se esconde nuestro yo y desde el cual decimos: yo camino, yo pienso, yo quiero – pero a la vista tengo el pensar, el querer, el caminar, no al yo, éste permanece en el trasfondo.
Si ahora uno se pregunta ¿cómo es que el yo, que está por detrás de nuestras representaciones, también aparece en la vigilia para cierta vivencia?, se llega a descubrir que tan pronto el hombre experimenta algo nuevo, lo comprende, lo puede asimilar, el yo no aparece; empero, cuando algo se torna incomprensible y el hombre de ninguna manera puede coligar con ello, el yo anuncia este no-comprender. Si comprendo, experimento algo, me entrego sin reserva, lo contengo en mi vida anímica, en mi conciencia y el yo permanece olvidado en el trasfondo. Pero cuando me esmero por aquello que no comprendo, repentinamente el yo es convocado desde la inconsciencia. Detrás de las representaciones, detrás de los pensamientos, de las percepciones, obra el yo. Del mismo modo sucede con los apetitos: tan pronto son satisfechos, son ellos y su satisfacción quienes marcan el contenido del alma; en caso de no ser satisfechos, automáticamente se presenta el yo.
A esta percepción del yo, tan poco clara, tan indefinida, se suma el amor propio. Sucede porque cada deseo y cada pensamiento que pensamos en el interior de nuestra alma, como así también la mayoría de las percepciones, se conectan con sentimientos. En la psicología a esto se lo denomina hacer hincapié en los sentimientos de las percepciones, de las intenciones, de los impulsos volitivos, de los pensamientos. Este sentir tiene un carácter subjetivo porque cuando pienso algo, no necesariamente tengo que pensar que yo lo pienso, sino simplemente lo pienso. El carácter subjetivo del sentir sin embargo es: Yo no solamente siento, sino que yo siento que siento. O sea que no sólo se trata de un simple movimiento emocional, sino de un movimiento en el alma que se remite a sí mismo, de modo que en el centro de la conciencia, en cada sentimiento, se halla el sentir del yo, la auto-referencia, la subjetividad. Aquí es donde el yo se hace asequible. Mientras que detrás de la representación y del pensar percibimos al yo en la no-comprensión y detrás del querer y de las apetencias vivenciamos al yo en la insatisfacción, en la subjetividad de lo auto-referencial de todas las vivencias y experiencias de la vida del sentir, de este centro, siempre participa el yo de manera tal que ya se acerca más a la vivencia consciente. El yo que vive detrás de la representación, en cierto modo está detrás y por arriba nuestro, el yo que vive en el querer, en cierto modo está debajo y por detrás de nosotros. Lo yoico que vive en el sentir, de hecho en el corazón, ya está presente en el centro.
Aunque a la auto-percepción y a la auto-sensación en toda nuestra vida anímica, se añade un proceso mediante el cual el yo pasa un poco más a un primer plano. Cuando nosotros apostamos, aseveramos, no queremos algo –el yo permanece en el trasfondo–, pero tan pronto emitimos un juicio, el yo aparece en el primer plano del alma. Ese es el punto en el que el hombre está en posición, desde la percepción del yo, desde la percepción de sí mismo, pasando por la auto-sensación, que también posee algo insulso, algo sordo, de dar el paso hacia la auto-conciencia. En todo juicio, en toda puesta, como dice Fichte, el yo está en primer plano. Sólo mediante el yo llega un juicio, aprobatorio o de desaprobación. Yo digo “sí” o yo digo “no”, y yo digo “yo”. La autoconciencia de los hombres en realidad sólo puede fundarse sobre esta capacidad de juicio.
Ahora, cuando se analiza con más detenimiento estas posibilidades de ambos tipos de juicio fundamentales, la de la afirmación y la de la negación, del decir sí y del decir no, se verá que entre otros se están emitiendo juicios del pensar: Un concepto es más claro cuando se lo puede fundamentar con otros conceptos, por ejemplo, el juicio: La libertad es decisión de un ser por sí mismo. Este es un juicio del pensar puro, es un juicio conceptual puro. Aquí se combina el concepto con el concepto.
Por otra parte, emitimos juicios, que también combinan el concepto con la percepción: El árbol es verde. Tenemos el concepto “árbol”, tenemos la percepción “árbol”, tenemos el concepto “verde” y también tenemos la percepción “verde”. Combinamos conceptos don percepciones, emitimos un juicio de percepción.
La tercera forma de un juicio de afirmación o de negación da un paso más allá del juicio del pensar y de la percepción. Decimos: ¡El árbol verde, es! Se trata de un juicio de existencia, es decir que es un juicio que no sólo afirma un hecho, que expresa una combinación del pensar, sino que a la afirmación se agrega el reconocimiento de una realidad. Ahora estoy dando un carácter real, desde mí, mediante mi juicio, mediante mi juicio existencial, al hecho existencial, y digo: Eso existe, eso es. Pero este juicio existencial sólo puede hacerlo quien asume su propia existencia. Yo no puedo decir: El árbol es, la estrella es, lo bueno es, cuando en el mismo momento no emito el juicio: ¡Y quien lo dice, también es, y ese soy yo!
El juicio “yo soy”, en el curso de la historia de la humanidad recién se fue desarrollando paulatinamente. Son dos personalidades históricas quienes han demostrado muy especialmente la lucha del hombre por su auto-conciencia. Uno de ellos es San Agustín, quien en su búsqueda por la certeza de la existencia de Dios pasó por las dudas anímicas más profundas al vivenciar la duda y la vivencia de la duda y quien luego puede decirse a sí mismo: Una cosa es segura. Puedo dudar de todo, pero el hecho de que dudo, eso es cierto y con ello soy quien duda. Algo muy parecido le sucede unos 1000 años más tarde a Descartes: Pienso y por ello soy. Ambos llegan a una conciencia del yo, a una conciencia de sí mismos en el sentido que aprueban so propia existencia. Entonces, si el juicio existencial en cuanto al árbol dice: El árbol es, o: El árbol verde, es, entonces el juicio existencial, que se refiere al propio yo, no sólo es: mi yo es, sino: ¡Yo soy! Esto deja de ser una percepción, tampoco es un sentimiento, tampoco es un reconocimiento, sino un juicio, una puesta, una afirmación. En ese momento en el que el hombre puede decirse a sí mismo: yo soy –, no: yo soy este o aquél, esto o aquello, o yo siento, yo sé, yo pienso, yo quiero, o yo percibo, yo podría; y no sólo: mi yo es –, entonces me he acercado, pero el verdadero proceso: yo soy –, es un don real del yo a sí mismo. Mis muy apreciados, queridos, presentes, sólo un ser espiritual, pensante, que emite un juicio, puede realizar esta auto-determinación, este juicio sobre sí mismo. Y mientras los hombres no hayan aprehendido y vuelvan a aprehender siempre de nuevo, a decir en un instante decisivo de su vida, con toda realidad: yo soy –, antes de esto, no existe auto-conciencia en el verdadero sentido.
De repente se ve, que en el ser humano existe una lucha por la auto-percepción que todavía es muy bochornosa y hasta surge de la negación, pasando por el sentir de sí mismo, que es un poco menos bochornoso, sin embargo, todavía no es del todo claro, y va hasta el auto-conocimiento en forma de auto-puesta en el intento de dar un paso hacia adelante.
El auto-percibir, el auto-sentir y el auto-reconocer, uno también podría decir la auto-confesión,
estos tres elementos en el transcurso de nuestra biografía siempre se unen, se desarrollan de modo imponente en siete pasos.
Un primer inicio sucede a los tres o cuatro años de vida en el que el niño dice: yo –, no: yo soy –, dice: yo, “yo quiero”, “yo no quiero”, yo voy, yo veo, etc. De repente la percepción del yo, la vivencia del yo se integra al habla, afluye a la palabra, animado por el entorno porque alrededor del niño pequeño viven personas que no sólo se nombran por su nombre, sino dicen: “yo” y “tu”. Pero, por otra parte, esta primera vivencia de yo también es motivada porque el niño pequeño tiene una especie de percepción yoica mediante la identificación con su existencia corporal. Aquí hemos de señalar un punto decisivo: La estimulación a la percepción del yo, a la percepción del sentir al yo y finalmente a la conciencia del yo no sólo proviene del yo en sí mismo, sino que esencialmente surge a raíz de que el hombre tiene un cuerpo, y que desde este cuerpo surge conciencia y en esta conciencia del cuerpo se espeja el yo que llega a percibir, sentir, finalmente pensar, emitir un juicio y a ser juzgado. La organización corporal del ser humano tiene para el yo, para la auto-percepción, para el auto-sentimiento, un significado fundamental. No podemos decir que el yo, el ser, es el cuerpo, tampoco podemos decir que es el alma y tampoco, que es la conciencia, pero se refleja o despierta en los tres. En el niño de tres años sucede la primera impronta de una vivencia del yo, de modo que de este yo puede surgir un sí total y absoluto, pero también un rotundo no; y este maravilloso yo se vivencia tanto en el si como en el no. Hay madres que no son capaces en absoluto de manejar el no.
Las cosas no permanecen en este mágico comienzo: A los nueve años, es decir, unos seis años después, llega la segunda etapa. En ella, el niño por primera vez tiene la posibilidad de vivenciar al yo como un yo. En Jean Paul se encuentra el clásico ejemplo en el que el poeta narra cómo él de jovencito, parado frente a la verja de madera, vivencia, tal si fuese un rayo del cielo que ingresa en él: ¡Yo soy un yo! – En este noveno año, la vivencia del yo es de una característica tal que se percibe: Y yo no soy los otros. Pues el niño pequeño aún no es un yo mientras considera: yo a su vez soy los otros, también soy la silla que me molestó, la mesa en contra de la cual me golpee. Con el noveno año de vida, esta confusión del yo con el medio acaba, una primera integración del yo del niño. Muchas veces los niños tienen la idea: Yo no soy el hijo de mis padres, a mí me han encontrado en alguna parte. Fantasías de este tipo o parecidas, llegan durante el noveno año, la primera vivencia de soledad del yo.
Pasemos del noveno al décimo cuarto año de vida, a la edad en la que se inicia la maduración sexual, en la que se libera lo anímico en el hombre y la vivencia del yo es tan fuerte en lo anímico que el joven siente –se trata del momento de la sensación del yo–: En realidad yo soy un yo, el yo está como escondido en mi alma, tengo que protegerlo del mundo. El sentir del alma a los catorce años comienza la maravillosa integración de la vivencia del yo consigo. A su vez la segunda vivencia de soledad.
Tres o cuatro años después, a los 17, 18 o 19 años, aparece una imponente impronta, pues ahora vivencia que es el dueño de su pensar, que puede pensar lo que quiera y que a otras personas les puede decir lo que piensa, que puede discutir y más allá de esto puede empezar a emitir su propio juicio, que puede enjuiciar y condenar. Lo hemos vivido muchas veces, cómo, mediante argumentos, jóvenes de 17, 18, 19 años lo han deshecho al mejor profesor. En esta época sucede una vivencia del yo que se siente señor de sus representaciones y de su pensar y a quien le encantaría ser el dueño de sus pasiones, pero no lo es. Surgen extrañas tensiones entre la vivencia del yo, que tiene una naturaleza de señor, y la vivencia del yo que por naturaleza es débil. Empieza a haber tensiones interiores. La impronta a la edad de 17, 18, 19, 20 años va acompañada por un leve y subliminal sentimiento de debilidad. Es por eso que se pavonean tanto los jóvenes. No hay que tomárselos a mal, sino que hay que poder ver detrás y reconocer qué lo provoca. El profesor de la Universidad está en un problema si
toma esto como una realidad. Este esxpresarse de los jóvenes ha de ser tomado como lo que es: el triunfo de la libertad, el señorío del yo sobre los pensamientos; la primera comprensión real de la envoltura que surgió a los 14 años.
Dos o tres años más tarde, a los 21 años llega la vivencia decisiva del yo. El hombre joven se yergue internamente y dice: he logrado enseñorearme sobre mis pensamientos, ahora quiero decidir por mí mismo. No sólo quiero pensar por mí mismo, no sólo quiero emitir mis propios juicios, sino quiero decidir por mí mismo, no quiero que nadie decida por mí. A esto se lo denomina la mayoría de edad. Se trata de la fase anti-autoritaria. No es una casualidad que los alumnos y los alumnos de la universidad sean anti-autoritarios. Es lo correcto, simplemente porque el yo vivencia que posee autodeterminación, que quiere determinar por sí mismo, se quiere guiar por sí mismo, si es capaz de ello, esto es otro asunto, pero que lo quiere, queda claro. De todas formas, no quiere que otros determinen sus actos. Es por esto que muchas veces se escucha de labios de jóvenes de 21 a 23 años: Sé lo que no quiero, ¡a ustedes! Pero lo que quiero, es más difícil de decir, pues el verdadero yo, el yo real, todavía no está bien presente.
Así es que el hombre se mueve, evitando abismos, hacia los 26, 27, 28 años. Ahora seguiré hablando, por supuesto que esto no se refiere a los presentes. Tal como a los 14 años hemos vivenciado un estado de soledad, a los 17 años una impronta y a los 21, otra impronta y otra gran soledad, a los 26, 27, 28 años llega el hecho de que el yo ahora vivencia aquello que él mismo no es. A raíz de este distanciamiento, Fichte desarrolló una filosofía que intenta conducir hacia la conciencia del yo. Con los 26, 27, 28 años, acaba todo lo que en la vida funcionaba como por sí solo. Al presentarse el final de la juventud, el yo empieza a desprenderse de sus envolturas, al menos como vivencia, no es necesario que se haga efectivo, y con ello empieza a producirse la crisis de la mitad de la vida. Ahora sí, puede aparecer la soledad absoluta, y el ser humano puede llegar a tener la vivencia:
“Quienes se dirigen hacia la verdad,
Caminan en soledad,
nadie puede ser para otro,
hermano en el camino”. (Morgenstern)
Cada quien debe esforzarse por sí mismo para llegar a su propia estrella. Ya en el noveno año de vida aparece una vivencia de soledad, otra a los 14 años y otra a los 21, pero todas estas vivencias de soledad del yo sólo “están yendo hacia”. Hacia la mitad de la vida –el ser humano ahora se está acercando a los 33, 35 años de edad–, la conciencia del yo, el sentir del yo y la percepción del yo, son llevados a una especie de equilibrio, y surge la pregunta existencial: Yo soy un yo, pero ¿qué hago con eso? Hasta aquí el yo funcionó como por sí mismo, aunque yo no lo manejara, pero de alguna manera ha guiado, llevado, mi vida, incluso yo no tenía noción de cómo y por qué. Esta actitud frente a la vida termina de una manera bien radical – ¿y dónde quedo yo? La verdadera lucha del yo, es decir, de la conciencia de sí mismo, del sentimiento propio y de la percepción de sí mismo, lleva a una especie de vivencia pura, mediante la cual el ego/self humano se percata de que en sí mismo está completamente solo – en aquello que yo tengo que hacer, no me puede ayudar nadie, en aquello que yo quiero, no puedo ser sustituído por otro, ahora me toca a mí. Pero, ¿cómo lo hago?
A partir de este cómo, se produce paulatinamente la lucha del yo humano, es decir, la vivencia que la soledad, el quedar solo, el estar solo y también el querer estar solo, pero también, el tener que estar solo, de todos modos sólo es en apariencia, pues además del yo humano existen otros dos seres a quienes les interesa mucho este yo.
Uno de estos seres se acerca constantemente al yo –justamente por el hecho de que el yo acaba de llegar a sí mismo– y le susurra: ¡Tú eres alguien! ¡En ti hay un contenido, tú tienes tu consistencia, tu existencia en ti mismo, y tú puedes todo desde ti y hacia ti! Aumenta este sentirte a ti mismo, fortalece tu amor propio y entonces ¡serás alguien! – El hombre nota (o tal vez no) que paulatinamente el contenido de su auto-conciencia llega a ser arrogancia, soberbia, egoísmo y que a esta soberbia se le van uniendo la vanidad, la ambición y la intolerancia.
Justamente, en verdad, el yo no está solo, se ve amenazado por una fuerza a la que en la Antroposofía se la denomina luciférica. Esta fuerza tiene acceso al yo y le da la intención de egocentrismo y altivez. Y, la otra fuerza, la ahrimánica, obra en sentido inverso. La otra fuerza que se interesa por el yo humano, es la que le susurra constantemente algo sobre su debilidad, su impotencia, su minusvalía, y siempre ¡tiene razón! Le insufla esto tantas veces hasta que el hombre le da la razón y los sentimientos de minusvalía, de depresión e impotencia intentan apoderarse del yo. – Es necesario caracterizar ambos extremos, aunque no en todos los hombres se presenten con tanta fuerza, pero su interjuego constantemente se hace presente hasta que, a partir del propio yo, hayamos desarrollado un yo consciente.
En el pasado de la cristiandad existen muchos que atestiguan este hecho, por ejemplo Pascal, quien se pregunta, qué habría sido del hombre si no habría ingresado Cristo en la historia del desarrollo de la humanidad. Y él se dijo a sí mismo: nosotros somos capaces de sentir que el hombre en su yo se ve amenazado por dos peligros. Un peligro consiste en que él perciba lo divino en su yo, como si fuese parte de su propia esencia. Si a lo divino sólo lo percibe en su yo, esto lo llevará al orgullo, a la arrogancia o al optimismo y el hombre destruye sus mejores fuerzas, porque las endurece en su interior. Por otra parte podría haber hombres que niegan la espiritualidad y la divinidad, o al menos que no la encuentran. La mirada de estos hombres se centra entonces en la impotencia, en la miseria del yo humano, a lo cual sigue la desesperación, el sinsentido de la existencia.
El yo humano se encuentra en medio de esta lucha, en esta constante batalla, de modo que no sólo lucha por siquiera llegar a sí mismo –esto lo hemos visto antes–, sino que además lucha por conservar sus valores verdaderos. Así es como se abre, desde la mirada del yo humano, la cuestión del yo-crístico.
Vean ustedes, honrados, queridos presentes, es necesario que se formule como es: Para que el desarrollo de la conciencia yoica pueda ser pleno, ha de sumarse la conciencia crística. Debo volver a decirlo: Para que el desarrollo de la conciencia yoica sea completa, debe sumarse la conciencia crística. ¿Por qué? Justamente porque el yo humano, si no hay conciencia crística, jamás llegará a ser un yo, sino a lo sumo un sí mismo, es decir, jamás llegará a ser esencial, sino que siempre estará lleno de aquello que enciendan otras fuerzas, otros seres en ese yo. Fuerzas que distorsionan el “sí” y el “no” esenciales de este yo; o bien para enaltecer su valía o bien para desvalorizar constantemente al ser, para ponerlo en duda, para destruirlo.
¿Por qué esto es así? Porque ni en la auto-percepción, ni en la auto-sensación, y tampoco en la conciencia de sí mismo, se encuentra el yo esencial humano. Lo que está presente en nosotros, cuando desarrollamos la conciencia de nosotros mismos, del propio sentir y de la percepción propia, allí sólo encontramos el espejamiento de la verdadera esencia de nuestro ser como vivencia, como contenido de la conciencia – y esto origina nuestra libertad: incluso somos libres de nuestro verdadero ser, de nuestro propio ser.
¿Dónde está entonces el yo humano? De acuerdo a su esencia, a su realidad, uno no lo encuentra allí donde está la auto-conciencia humana. Por esto es que habría que diferenciar entre el self/ego y el yo: la auto-percepción, el amor propio, la conciencia de sí mismo – todo esto es el self/ego, es el yo inferior, el espejado, pero también el ser libre. Pero ¿dónde está mi yo verdadero, real? Proviene de allí, desde donde yo irradio por mí mismo mi realidad consciente y dentro de lo cual desarrollo mi ser, hasta allí donde tengo que confrontar en la lucha por el contenido de mi ser con las fuerzas adversarias.
Antes, en la auto-percepción, habíamos comprobado que por sobre o por detrás de nuestros pensamientos, recuerdos y representaciones, está el yo verdadero – en la forma de nuestros ideales; que detrás de nuestra voluntad está nuestro verdadero yo, a modo de voluntad pura y libre que no se dirige hacia algo específico o determinado. Si el ser humano, ahora estimulado e iluminado por una conciencia crística, quiere ir acercando su conciencia yoica hacia esta conciencia crística, también debe encontrar lo otro, lo tercero, a saber, que detrás de su sentir está su yo a modo de nostalgia por Cristo – esto es su anhelo por la “realidad del yo”. Del mismo modo como nuestro yo verdadero se halla sobre nuestro pensar y representar a modo de ideales, tal y como nuestro verdadero yo se halla debajo de nuestras ansias en las profundidades inconscientes de nuestra vida anímica, a modo de voluntad pura y real, que no se dirige hacia algo determinado, sino que está simplemente a disposición, detrás de nuestro propio sentir, está el anhelo por Cristo, la necesidad de Cristo, como lo denomina Rudolf Steiner. Para poder desarrollar y asir el self/ego que desarrollamos en la auto-percepción, en el propio sentir y la auto-conciencia, y llevarlo en dirección hacia Cristo, tenemos que liberar de sus ataduras (en ambas direcciones) la conciencia del yo. Liberarlo de su atadura a nuestro pensar, sentir y querer; pues nuestra conciencia yoica se halla profundamente entremezclada con nuestro pensar, sentir y querer. De un modo diferente en el hombre que en la mujer, en la mujer más en lo emocional, en el hombre más en el ámbito de las representaciones – allí se halla bloqueado nuestro yo. Y si no nos resulta, agarrar verdaderamente ambos puntos que podemos agarrar para efectuar el movimiento sanador en dirección a Cristo, el yo permanece en su situación deficitaria, y en esa misma situación ¡podemos llegar a cumplir 80 años!
¿Qué significa esto? Vean, en ambos casos se trata del juicio. Hemos visto que al emitir un juicio, el yo da un paso hacia adelante. Pero, mientras utilizo las percepciones, los pensamientos y los sentimientos para emitir un juicio propio, siempre al juicio le agrego algo de mi yo. Empero, si aprendo a no emitir un juicio desde mí mismo, sino mantengo libre al yo, y a los elementos de la existencia – ya sean pensamientos, conceptos, experiencias, recuerdos – les doy la oportunidad de empalmarse y soltarse, es decir, que permito que el mundo juzgue en mi, mi yo pasa a ser altruista. Puedo libremente, con plena conciencia yoica, llevar los elementos del mundo a mi interior, los puedo despertar en mí, los puedo hacer movibles en mí, los puedo conjugar entre sí o permitir que se separen, pero tendrían que hacerlo ellos por sí mismos. Si esto no me resulta, inmediatamente inserto a mi yo, y ya se vuelve a arruinar, ya deja de ser libre. Y, por otra parte, estoy en todas partes donde en mí existe un codiciar, donde el yo permanece en el trasfondo y se introduce a la codicia y yo me entrego a este codiciar, quedando nuevamente comprometido con mi yo.
Pero yo puedo darme cuenta que ingreso a la esencia de mi yo, cuando en mí existe la posibilidad de una voluntad pura que nunca busca algo específico, sino que acompaña tan pronto ha visto que algo está bien. Permito que el mundo emita su juicio en mí y me uno libremente a las acciones que se desprenden de ese juicio. Así es como mi conciencia yoica y la voluntad de mi yo se mueven hacia Cristo. La prueba de aflicción, sanadora y de ejercitación.
Somos libres de buscarla, somos libres de dejarla escapar.
Pero si la buscamos, nos vamos acercando más y más a nuestro yo esencial verdadero y descubrimos que no sólo está en nuestros ideales que están por sobre mis representaciones, que no sólo está en la voluntad pura por debajo de nuestras intenciones y que no sólo está en nuestro anhelo de Cristo detrás de nuestro sentir, sino que también se acerca desde afuera, desde el mundo como mi destino. Que mi verdadero yo no está directamente conmigo, sino que también se me acerca desde todo aquello que es mi destino, mi karma, del mundo que me pertenece. Y vean ustedes, ahora comienza un “juzgar” que es completamente diferente, un decir “sí” y “no” diferentes. Pues en la medida en que aprendo a decir sí a aquello que el mundo juzgue en mí, en la medida que pueda decir sí a que mi voluntad esté a libre disposición para lo que deba suceder, también sí a que con mi yo me vaya moviendo en dirección a Cristo, y con ello decir sí a mi destino, mi yo llegará por sí mismo a sí mismo.
Siempre de nuevo hay que luchar consigo mismo, con las otras personas, para llevar a cabo este sí. Pues en este sí, mis muy honrados, queridos presentes, también obra el Sí a Cristo. Y este Sí a Cristo, es la fe cristiana. A medida que este Sí a Cristo lentamente se va tornando realidad, en el yo humano que lucha por su auto-conciencia en la que se va desarrollando también la conciencia de Cristo, podemos descubrir, experimentar que Cristo no se une a la auto-conciencia del hombre –en esto lo deja en libertad–, sino que está unido al yo esencial del ser humano. Cuando se hace la pregunta: ¿Dónde está Cristo en mí?, se puede decir: Está allí, donde están los ideales, donde está la voluntad pura, allí donde prima el anhelo por Cristo, él está allí, donde el destino se acerca a nosotros. Allí donde está el verdadero yo del hombre, allí está Cristo, y donde está Cristo, también está el yo verdadero. En su mano está la triple, la cuádruple estrella del yo. El sí a Cristo, que es un hecho de la conciencia yoica del ser humano libre, obra, que con el ingreso consciente de la entidad de Cristo, también ingrese el verdadero yo en la conciencia. Yo soy, en la medida en que Cristo está en mí. Él ya está en mí, en la medida en que soy verdaderamente, pero de este verdadero ser, también puede ingresar a mi conciencia. Por eso la auto-conciencia depende de la conciencia de Cristo, y por eso auto-conciencia sin conciencia de Cristo significa el peligro radical de que el yo humano caiga en la soberbia y/o en la desesperación.
Los yoes humanos han salido del Dios-Padre, pero el Dios-Padre le ha entregado los yoe humanos a su Hijo. El Hijo interviene por aquellos yoes humanos que se han soltado del padre, que han sido liberados del Dios Padre y que pasaron y pasan a la esfera del Hijo. Esto sucede en la medida en que el ser se colma con la realidad del yo, en la medida en que Cristo, a quien reconocemos, le da consistencia a mi yo, y en la medida en qu Cristo, a nuestro destino, que aceptamos, le da sentido. Y, al tiempo que digo sí a Cristo, Cristo le da contenido a mi yo, contenido que parte de Él. Este contenido es Amor. Recién cuando el yo ama, llega a ser sol. En la mano de Cristo, el yo es estrella, a medida que el yo llega al hombre a través de Cristo, el yo llega a ser Sol, se vuelve cálido y luminoso. Cristo resucita en el yo del ser humano y a su vez con este yo.
Del mismo modo como por un lado podemos decir que el gran Don es el Misterio del Gólgota, que en la Resurrección ha sido integrado un cuerpo humano y con ello se ha implantado un germen para el futuro de la humanidad, en cuanto a la resurrección física, también podemos decir que mediante el Misterio del Gólgota, el Yo de Cristo ha realizado el hecho decisivo para el yo humano. De modo que se va uniendo a una conciencia del yo cada vez más clara, cada vez más pura y autónoma, y podemos llegar a decir con el Apóstol Pablo: “No yo, sino Cristo en mí”, es decir, en mí, tanto antes, por sobre, como después, la conciencia crística.
Del modo en que se plantee mi ser espiritual-anímico para con mi ser físico-corporal, cómo se comporte, conviva en armonía o entreverándose, cómo mi yo baje el pensar representativo y lo eleve desde la voluntad pura, se hace posible el encuentro con Cristo. El “Cristo en nosotros” que también se verbaliza en el culto, por un lado es una realidad profundamente oculta, pues el Ser de Cristo ingresó en cada ser humano que se encarna en la Tierra; por otra parte es un ir creciendo, un devenir, pues es el Ser de Cristo el que crea en el ser humano; y es un pleno despertar, una plena realización del yo humano mediante el Yo de Cristo; de modo que la lucha no sólo es una lucha de liberación, no sólo es una lucha con los seres adversarios, sino también una lucha por llegar, una labor hacia la Entidad de Cristo. La triple lucha del alma humana que lucha por su verdadera existencia y que es fortalecida por el yo de Cristo su alma.