Posted by on May 18, 2013 in Artículos | 0 comments

Reencarnación y Arte

Reencarnación y Arte
Conferencia de Charles Kovacs
Pentecostés 1952
En conmemoración al quingentésimo aniversario
del nacimiento de Leonardo da Vinci

Abrir nuevos caminos a través de los cuales el alma humana pudiera compartir y participar conscientemente de la vida y el ritmo del año, fue una de las grandes inquietudes de Rudolf Steiner. En el gran diálogo entre la Tierra y el Cosmos, el alma humana, la criatura del Cielo y de la Tierra, debería reconocerse a sí misma, dentro de lo que llamamos “el curso del año”.

En una de sus muchas aproximaciones a este tema, Rudolf Steiner relacionó las grandes festividades del año: Navidad, Pascua, Pentecostés, con las palabras que llegaron a nosotros del conocimiento esotérico de la Edad Media, las palabras que nos cuentan que

nacemos de Dios Padre,
morimos en Cristo, el Hijo, y que
volvemos a vivir a través del Espíritu Santo.

En Navidad, en la fiesta del nacimiento del Niño Jesús, hemos de ver el momento en el curso del año, en el que volvemos al Dios Padre, del cual emergen todos los seres a la existencia. Pascua es la fiesta del Hijo, de Cristo, por quien la muerte es vencida. Y Pentecostés es la fiesta en la que somos encaminados hacia el Espíritu Santo. En Pentecostés, recordamos el evento que siguió al Misterio de Gólgota, cuando el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos reunidos en Jerusalén y les dio el poder a las personas de muchos países, que allí estaban, de hablar en un lenguaje que pudieran entender como si fuera el suyo propio, un lenguaje comprensible para todos.

Pero este milagro de Pentecostés no es único, no es la única manifestación del Espíritu Santo; el Espíritu Santo habló a la humanidad de varias formas y maneras; y todas estas manifestaciones del Espíritu Santo contenían – por lo menos en cierto grado− un elemento de milagro, algo asombroso, algo inexplicable e impredecible. Y en la historia del progreso humano a través de las épocas, hay un fenómeno que es el milagro del Espíritu Santo, el milagro del G e n i o.

Siempre que un alma humana realizó algo, siempre que produjo algo que tiene valor y significado, no sólo para sí misma y su entorno inmediato, y que a través del libre y silencioso consentimiento ese algo llega a ser parte de las posesiones comunes, un común tesoro de toda la humanidad, nos encontramos frente a este milagro del Espíritu Santo, el milagro del genio verdadero.

No es sorprendente que el milagro del genio en nuestro tiempo −con la escuela materialista y racionalista de pensamiento que trató de adaptarlo a su esquema de pensamiento− se convirtiera en un doloroso punto. Al genio se lo trató de explicar a través de la herencia, e incluso mediante la dieta, o por presiones sociales y o por complejos de culpa, se lo redujo a una forma de enfermedad y sublimación de impulsos criminales −en síntesis, a la grandeza humana se la trató de explicar por medio de lo que es inferior en el ser humano.

Pero el fenómeno del genio sigue siendo un misterio, permaneció un enigma, para el cual no tenemos una respuesta. Ejemplos de este extraño fenómeno del genio pueden ser encontrados en cualquier campo de la actividad humana, pero la esfera del genio en ninguna otra parte es tan enfática como en el a r t e. Todos los otros campos, el talento, la perseverancia, la industria, por si mismos, han dado cosas de gran valor a la humanidad. Pero en el arte solamente es valioso, aquello que produce, por lo menos hasta cierto grado, el sello del genio.

Sería difícil encontrar un ejemplo más representativo del genio en el arte que Leonardo da Vinci, cuya memoria es tan amplia, y universalmente honrada este año (1952). Su genio ciertamente no estaba confinado al arte, o sólo a un arte; floreció en cada rama de la ciencia, en la filosofía, y hasta en la ingeniería. Pero si consideramos sus logros más allá del arte, debemos admitir que la mayoría de sus inventos científicos y técnicos fueron −más tarde, y muy independientemente− re descubiertos y re inventados por hombres menos dotados. Y cualquiera sea la bendición o la maldición de la ciencia moderna o de la ingeniería, la humanidad no se las debe a Leonardo −probablemente porque él fue lo suficientemente genio, como para mantener lo que sabía en sus libretas de notas.

Pero es el artista en Leonardo, el que en sus dibujos científico-técnicos y bosquejos, nos brinda un atractivo muy ajeno e independiente del valor e interés científico que poseen. Es la luz del artista, y eso significa del pintor Leonardo, la que brilla a través de los siglos −a pesar del hecho de que las obras que permanecieron son tan lamentablemente pocas, y que además han sido maltratadas por el tiempo y la ignorancia. Y a través de más de cuatro siglos, estas pocas pinturas no sólo despertaron admiración, sino algo que está emparentado con la reverencia.

Este sentimiento de reverencia que han inspirado las pinturas de Leonardo a través de los siglos, es notable por sí mismo. Vemos que en ellas su efecto no depende del tamaño monumental que emplearon tan bien los pintores del Renacimiento. Leonardo tampoco pintó, por ejemplo, con la profunda piedad y devoción que vive y habla en las obras de Fray Angélico. ¿De dónde proviene ese sentimiento de milagro y reverencia que inspiraron y aún inspiran las pinturas de Leonardo?

Es muy difícil describir el proceso, pero uno lo podría expresar con las siguientes palabras: Cuando me encuentro ante una pintura de Leonardo, crece un sentimiento , que se hace más y más fuerte, a medida que aumenta el tiempo que me enfoco y estudio la pintura −crece el sentimiento que aquello que fue presentado tan abiertamente (y ha sido tan soberbiamente pintado), −señala hacia algo escondido; −todo lo que yo puedo ver, parece estar señalando hacia algo invisible. Es cierto que todas las obras de arte son “más de lo que los ojos ven”, pero rara vez sucede, como sucede en las obras de Leonardo, que aquello que va más allá de lo que ven los ojos, es aún más fuerte que aquello que los ojos ven.

Esa extraña cualidad, ese poder evocativo se manifiesta particularmente en la famosa “Sonrisa de Leonardo”, y no sorprende que haya sido objeto de comentarios e interpretaciones que provinieron de muchas partes; esa sonrisa que aparece en “San Juan el Bautista”, en “Santa Ana”, en la “Madonna de la Gruta”, en “Dionisio”, y en la obra más famosa de todas, en la “Mona Lisa”. No cabe duda que esa sonrisa fue uno de los mayores problemas para Leonardo, el pintor; los muchos años que le llevó pintar a la Mona Lisa, lo atestiguan. Esos años son testigo de que él no se estaba esforzando por un retrato en un sentido convencional. Él tuvo que haber visto en la sonrisa un motivo profundo y muy importante. Y los motivos de un pintor no son accidentales ni fortuitos. El pintor elige, o más bien son sentimientos los que conducen a motivos, porque los mismos responden a algo muy profundo en su propia alma. Pero he aquí, que el auto-retrato de Leonardo en su vejez lo muestra en un gesto severo y demacrado que no denota tal sonrisa. De modo que uno podría preguntar: ¿Qué hay en el alma de Leonardo, qué es lo que busca ser expresado mediante esta sonrisa? ¿Qué hay en el alma humana que se expresa en dicha sonrisa?

Ésa no es la sonrisa de la alegría o la sonrisa del desprecio; no es la amplia sonrisa sardónica de la muerte, ni la inocente sonrisa de un niño; es una sonrisa conocedora y no obstante libre de astucia. Tiene serenidad, pero no la serenidad que vemos en las estatuas de Buda, a la que lo terrenal le es ajeno. Tiene dignidad, pero no la orgullosa dignidad de un Hermes o de un Apolo griego, tiene calor y luz como la luz solar y es tan impersonal como la luz solar.

Y cuando uno se halla frente al secreto de esta sonrisa, uno puede sentir que en ella se cuela el secreto del arte mismo −que esa sonrisa puede conducir, puede guiar hacia el s e c r e t o d e t o d o a r t e.

El ser humano tomó conciencia del hecho de que hay problemas, de que hay secretos contenidos en la existencia del arte, cuando la mente humana comenzó a asombrarse sobre sí misma, y cuando comenzó la gran búsqueda, que en su curso también conduce hacia el arte. La búsqueda de la razón, por esa cosa irrazonable llamada arte, nos conduce en dos direcciones muy diferentes. Una, la podemos llamar la aproximación “objetiva”, y es la que fue tomada por los filósofos del siglo XVIII y del temprano siglo XIX, por Kant, Hegel, Schiller, etc. Ellos trataron de establecer un concepto objetivo sobre el arte; y la obra de Schiller en esa dirección, permanece como un monumento de profunda comprensión. Pero esa aproximación inevitablemente tuvo que perder la visión de elementos históricos y nacionales y del elemento personal anímico del artista, todos los cuales, como hechos reales, están presentes en obras de arte concretas. Y ese concepto filosófico del arte, aunque profundo, era también remoto. El estilo de un período que nos transmite el concreto estado de desarrollo de cierta época, los distintos aportes que hicieron al arte de la pintura por ejemplo Italia, Francia, Holanda, la personalidad concreta de los artistas mismos −todo eso, en el concepto filosófico del arte, fue encontrado muy escaso.

Luego siguió la ciencia, la ciencia materialista del siglo XIX y nuestro tiempo presente. Ahora el énfasis estaba puesto en los elementos más subjetivos. El arte fue apartado del reino de la pura especulación de la estética, y se convirtió en un objeto de búsqueda para la psicología, la antropología, la sociología. Ahora el arte fue explicado por fuentes en sus condiciones históricas y sociales; fue rastreado hacia atrás en los instintos raciales y rasgos nacionales, en la geografía y el clima, la religión y la superstición. O alternativamente fue interpretado como expresión de la vida anímica puramente personal y privada del artista, como nada más que auto-expresión. Pero si cualquiera de estas suposiciones fuese acertada, ninguna obra de arte podría hablar más allá de su propia época, o más allá de límites nacionales, o a todos cuantos siguen diferentes corrientes religiosas. Y la expresión de la vida artística personal, privada, no podría ser de interés excepto para la pura curiosidad.

Pero como sabemos, esto no es así. No hay necesidad de hacer en este lugar referencia específica a la obra de Rudolf Steiner en cuanto a la palaba o a la acción, en el ámbito del arte. Nosotros sabemos por propia experiencia que la poesía de Homero, de Shakespeare, o de Goethe, incluso en la traducción, sigue conmoviendo nuestros corazones. Las pinturas de la antigua China o incluso de los hombres de las cavernas nos hablan con tanta o incluso más fuerza, que muchos de los productos contemporáneos; y la música de J. S Bach hoy día ha hallado una apreciación más amplia y profunda que la que disfrutó en su propio tiempo.

Y así es como vemos que en el arte hay una fuerza objetiva, atemporal. Y lo maravilloso es, que esa fuerza atemporal no sólo usa los elementos subjetivos −su nacionalidad y su época− que fluyen del alma del artista a su obra de arte, esa fuerza atemporal no sólo se reviste de estos elementos, ella hace más. Esa fuerza atemporal realza los elementos subjetivos, los dota de encanto. En sus obras de arte, la antigua Grecia, la antigua China, la Persia medieval dejan de ser extraños y ajenos, ellos son amigos a quienes amamos y entendemos − y esto independientemente de que tengamos o no cierto conocimiento intelectual sobre ellos.

Esa fuerza mágica que podemos llegar a querer a través de la obra de algún artista desconocido, de alguna raza o civilización distante, ese poder de comunicación directa de alma a alma, de espíritu a espíritu, es el poder de la belleza.

Hablamos de la belleza en el arte; hoy en día también hablamos de la belleza en la naturaleza. Pero siempre que hablamos de este o aquél ejemplo de belleza en la naturaleza, nos concentramos más bien en algún aspecto particular o arbitrario en alguna parte de la naturaleza que seleccionamos como bello, y de esta manera cerramos los ojos al hecho de que la naturaleza, no ocasionalmente, sino siempre y en todas partes y en todos los aspectos, es bella.

Es un error considerar feas a algunas obras de la naturaleza. Animales como el cocodrilo, el buitre, la araña, − una planta como el hongo o el cactus, escenarios como la jungla, el pantano, el desierto: todos tienen belleza porque exhiben las consecuencias internas, la lógica de la forma que en el arte se denomina “estilo”. Y aquello que es fiel a su propio estilo no puede ser feo. El “estilo” del cocodrilo es diferente al estilo de la mariposa, así como la madera africana grabada es diferente a una pintura persa − todos ellos tienen la belleza de su propio estilo. No hay manoseo en la naturaleza y no hay nada que sea de mal gusto. Sólo en el ser humano existe la incertidumbre, hay prueba y error; sólo el ser humano tiene la posibilidad de producir verdadera fealdad, algo que es un real insulto para los sentidos. Sólo el ser humano tiene la posibilidad −para ponerlo en un lenguaje simple− de crear un total desorden.

Pero justamente porque esto es así, la belleza de la naturaleza nunca puede transmitir lo que toda verdadera obra de arte humano transmite: un sentido de logro. Justamente debido a que el ser humano puede tropezar y fallar en sus intentos con respecto a la belleza, justamente por esto, una verdadera obra de arte, una obra de arte producida por el ser humano, nos transmite un sentido de logro. Y uno puede sentir que es ese uno de los secretos del arte que se puede leer en la sonrisa de la Mona Lisa. Es una sonrisa de logro, de consecución. Y por lo tanto, quien sonríe es la belleza; como logro humano de toda obra de arte.

¿Pero qué es, lo que impulsa al ser humano a esforzarse por ese logro? ¿Qué es lo que lo hace buscar la belleza?

Una respuesta a esta pregunta sólo puede ser buscada en dirección al auto conocimiento. E incluso, el primer paso en esa dirección me confrontará con el simple hecho de que, simplemente siendo yo mismo, ¡soy diferente de cualquier otra persona! Pero en la medida en que soy diferente de otros, y eso significa, en la medida que yo soy una personalidad, también soy limitado; como personalidad soy limitado/a, restringido/a, dentro de la limitación de ser precisamente ésta y no otra persona.

Y algo similar sucede con esas cualidades en mi existencia a las que me debo y al período histórico en el cual vivo y que de una u otra manera comparto con mis contemporáneos − pero que a su vez me impiden compartir experiencias anímicas que sólo edades del pasado pueden proporcionar, o que solo el futuro traerá. Y lo mismo sucede con todas las demás diferenciaciones, como la nacionalidad, el sexo y el temperamento − al pertenecer a una, todas las otras cualidades quedan excluidas. Para usar una analogía, con respecto a mis propias características: yo soy parecido/a a un hombre que conoce sólo un lenguaje, y no importa cuán bien lo maneje, no puede encontrar en él la belleza de los mundos de significado contenida en otros lenguajes. Y estas características que forman y comprenden mi personalidad, tienen sólo su propia gramática y sintaxis −ellas son sólo uno de los tantos lenguajes del alma. Pero si uno llega a asir conciencia de la estrechez, de las limitaciones de su propia personalidad, uno también adquirirá la conciencia de que en la profundidad de su propia personalidad vive una fuerza, un poderoso impulso para llegar más allá de los límites, que pugna por liberarse. Rudolf Steiner habla del uso consciente y desarrollo de esta fuerza en “El conocimiento de los mundos superiores” donde se la llama “deseo de liberación”.

Este poderoso impulso, aunque en la mayoría de las almas humanas sólo permanece como un deseo no del todo consciente, es el que dirige al ser humano hacia el arte. Porque es en el arte, como hemos visto anteriormente, que todos los elementos subjetivos −ya sea que pertenezcan al tiempo, a la raza o a la persona− son ascendidos por el atemporal, impersonal y poderoso poder de la belleza. En el regocijo del arte, crecemos más allá del lenguaje personal anímico, y hablamos y comprendemos el gran lenguaje universal de la humanidad, el lenguaje de la belleza.

Pero la fuente de este impulso hacia la liberación no puede ser la limitada personalidad; sólo porque mi verdadero Ser es más amplio que la limitada personalidad, puedo sentir el deseo de llegar más allá de mis limitaciones. Nuestro ser eterno espiritual, el Ser, que va de encarnación en encarnación, es la fuente del impulso hacia la liberación, el impulso que se revela a sí mismo en la necesidad, en el deseo de belleza.

Aquellos, en quienes este impulso ha sido corrompido o reprimido, los filisteos que se sienten perfectamente satisfechos siendo tal como son, nunca conocerán el verdadero sentido del arte − porque toda experiencia verdadera, todo genuino regocijo por el arte, es un momento de liberación, una liberación de la estrechez de la vida anímica personal.

Y éste es otro secreto que podemos leer en la sonrisa que pintó Leonardo. La sonrisa de la Mona Lisa es una sonrisa amistosa, pero impersonal. Así es como sonríe el arte, la belleza del arte, en forma tan amistosa, y no obstante tan impersonal, en la oscuridad de nuestra estrecha vida anímica.

Pero el arte no es el único movimiento hacia la liberación. En la filosofía el ser humano también crece más allá de su estrechez personal y alcanza el reino de elevadas ideas universales. Pero en ese camino de la filosofía, el alma tiene que dejar atrás el mundo material, el mundo de las percepciones sensorias. La verdadera filosofía persigue conceptos libres de los sentidos. Es diferente en el arte; y los grandes filósofos alemanes en esa diferencia reconocieron la auténtica esencia del arte, la esencia de la belleza: es que la belleza habla a los sentidos y a través de los sentidos. En el arte, el mundo de las ideas, el mundo del espíritu aparece en forma de percepción sensoria. En una obra de arte, la materia aparece impregnada de espíritu. Si el ser humano sólo viviese como un ser espiritual en mundos espirituales, no podría saber y no sentiría el atractivo de la belleza. Tampoco sentiría o conocería la necesidad de la belleza si fuese meramente un complicado mecanismo, un producto de leyes físicas y de sustancias, como nos lo quiere hacer creer la ciencia moderna. Sólo porque el ser humano es un ser espiritual que descendió a la materia, sólo porque es un espíritu que se encarnó, la belleza le puede hablar. Y por lo tanto, el ser humano en las obras de arte, en la belleza, contempla una imagen del secreto de su propio descenso a la materia, el secreto de la encarnación. Y toda vez que el arte conlleva regocijo, contiene ese extraño y sutil reconocimiento en las profundidades de nuestras almas: en todas las formas de belleza reconocemos el secreto de nuestra propia naturaleza −que somos seres espirituales encarnados.

Esta silenciosa comprensión, este reconocimiento, también está en la sonrisa que pintó Leonardo: es una sonrisa anhelante −una sonrisa como puede ocurrir entre dos amigos que comparten un secreto. Así sonríe el arte que comparte con nosotros el secreto de la unión de espíritu y materia.

Pero nuestros severos filósofos, comprometidos en la búsqueda de la verdad, no pudieron pasar por alto que allí, en el arte, hay algo no verdadero, − que todas las obras de arte son conceptos deliberados, − que todo arte es como el juego de niños, un juego de farsa. Y estos filósofos desarrollaron conceptos muy profundos sobre el arte, como ser “schoener Schein” (bella ilusión), el arte como una hermosa farsa. Pero lo que los filósofos no sabían, era que la individualidad humana de por sí está jugando tal juego de la farsa, que la individualidad humana misma aparece en la vida terrenal portando una máscara. Puede portar la máscara de un rey en una vida y la de un humilde sirviente en la próxima; asume la parte masculina en una vida y entra en el rol de mujer en la próxima. Cualquiera sea la forma en que aparezcamos en la Tierra, se trata sólo de una parte que tenemos que actuar por un tiempo y la misma le seguirán otras, muy distintas. Se nos recuerda esto cada vez que usamos la palabra “personalidad” porque la misma deriva de la palabra latina “persona” que fue utilizada por actores en la antigüedad para designar la máscara en el escenario.

Y esa máscara de nuestra personalidad terrestre nos confronta con una doble tarea. Por un lado tenemos que tomar cada parte, cada rol con el que entramos en una encarnación, lo suficientemente en serio como para desempeñarlo bien. − Si fallamos, si no lo tomamos lo suficientemente en serio, traicionamos a nuestro verdadero ser, que es el autor, el creador de estas partes − y traicionaríamos a nuestro karma que hemos creado nosotros mismos. Por otro lado, si tomamos nuestra presente forma de ser demasiado en serio, si nos tomamos a nosotros mismos demasiado en serio, entonces nos olvidamos que se trata sólo de una parte, y que como el nombre lo implica −por ser parte− no es la totalidad.

Pero si podemos hacer ambas cosas, si nos vemos seriamente a nosotros mismos como actores de un drama cósmico, y no obstante podemos sonreír tras esa máscara a la farsa de nuestra forma presente, − entonces compartimos y comprendemos la cariñosa ironía en la sonrisa de la Mona Lisa. Y así es como sonríe todo arte − ese profundo y glorioso juego de la farsa.

Las sucesivas máscaras, las personalidades que habita el Ser en el transcurso de sus vidas terrestres, no son accidentales, están relacionadas y conectadas con leyes definitivas. Y siempre ha sido uno de los argumentos más fuertes para una reencarnación, que la vida humana aislada en la Tierra −aún si sólo le siguiese alguna existencia espiritual eterna− que esa sola vida humana en la Tierra aparece como una pieza de alfarería partida, con extremos accidentados, que pronuncian sin falta, que hubo y habrá continuidad.

Para la Antroposofía esta continuación es determinada y formada por las leyes del karma. Pero si estudiamos y seguimos todo lo que Rudolf Steiner presentó como ejemplos de la coherencia, de las consecuencias que unen encarnación con encarnación − si tratamos de leer en esos ejemplos las leyes del karma, los principios del karma, entonces podemos ver que esas leyes del karma no se asemejan a las rígidas leyes inconmovibles que la ciencia encuentra en la naturaleza. Los ejemplos dados por Steiner tampoco revelan un énfasis puesto en el principio de “la retribución moral”, tal como lo encontramos en leyes morales humanas y en conceptos humanos de justicia; la justicia del karma no se asemeja a la justicia dispensada por cortes humanas. Las leyes del karma tampoco tienen nada en común con las leyes de la lógica, en las que a partir de premisas definidas se puede sacar sólo una conclusión definitiva. Las leyes que rigen el pensamiento lógico no tienen nada en común con la lógica del karma.

Y así podemos recorrer cada principio de orden, de significado y relación que ha encontrado y formulado la mente humana, y no encontraremos ninguna semejanza, ningún paralelismo con el orden o las consecuencias del karma.

Pero hay una clase de orden, un orden que también desafía formulaciones, una clase de orden que el ser humano ha practicado desde tiempos inmemoriales de la existencia – se trata del orden y la armonía en el arte, la ley y el orden a los que llamamos belleza.

Allí, debajo de lo que constituye o no la belleza, no hay reglamentos rígidos y profundos. Es cierto que de cuando en cuando hay un tipo de acuerdo temporario sobre ciertas reglas de uno u otro arte. Pero incluso en la música, donde tales leyes han sido más claramente definidas que en cualquier otro arte, tales leyes no son algo que restrinja o limite a cualquier genio quien, creando una nueva obra de nueva belleza, establece una nueva ley prescindiendo de las anteriores.

Y sin embargo, si volvemos a la experiencia fundamental que nos lleva a percibir que el arte de tiempos remotos y razas distantes tiene significado, tiene belleza para nosotros aquí y ahora, entonces sabemos sin lugar a dudas que en las múltiples y cambiantes formas del arte hay sólo una belleza, sólo una armonía, una ley y orden. Ese maravilloso orden que llamamos belleza, es un orden que no podemos definir o formular, y que sólo puede ser experimentado viviéndolo, −está emparentado con la ley y con el orden del karma, porque procede de la misma fuente: el cosmos.

Y toda belleza creada por el ser humano es, por lo tanto, imagen y reflejo del arte cósmico, es la belleza cósmica de las leyes del karma.

El arte cósmico del karma no es comparable o similar a cualquier obra de arte humana individual, pero si estudiamos los resultados del karma −investigación que Rudolf Steiner nos presentó en abundancia− una y otra vez se nos presenta inequívocamente uno u otro arte practicado por el ser humano.

Todos nosotros estamos familiarizados con la línea de encarnaciones de la individualidad cuya última vida en la Tierra fue Novalis. Podemos tratar de ver estas encarnaciones como partes, formando un todo − pudiendo entonces visualizar de ese modo, la arquitectura de una construcción sagrada, creciendo desde gigantescas, monumentales fundaciones hacia una infinita, graciosa y elevada cúspide. Otra composición del karma −si es que se puede usar esta palabra para ello− recuerda a la música. Así, a través de las encarnaciones de Pestalozzi corre un tema, un simple y conmovedor tema, el de la compasión, que empieza en una vida y se va desarrollando de variación en variación… en siguientes vidas terrenales, en formas cada vez más puras.

Otra forma de arte puede ser contemplada, si pensamos en la epopeya de Gilgamesh que continúa en un estilo verdaderamente épico en la vida de Alejandro el Grande.

Pero analogías y comparaciones de este tipo no son pensadas como explicaciones; ellas no son una “llave” o un “sistema” para el estudio del karma. Pero ellas pueden tener un significado, si transmiten este sentido de la existencia en la presencia del arte (que nunca falta en las conferencias de Rudolf Steiner sobre relaciones kármicas). Y estas conferencias sobre el actuar del karma muestran un rasgo que en el arte es característico y fundamental. Cada obra de arte, cada obra de belleza contiene un elemento de sorpresa − y por otra parte es el cumplimiento de una expectativa. Cada vez que sentimos regocijo ante una obra de arte, están presentes estos dos elementos; encontramos en la belleza algo que cumple una expectativa, y sin embargo es sorprendente. Y esto es exactamente lo que encontramos en el estudio de los ejemplos del obrar del karma que ha dado Rudolf Steiner; cada ejemplo es sorprendente − pero cuanto más tratamos de vivir en y con estos ejemplos, tanto más notamos, en cada caso, que no puede ser de otra manera.

Pero en todas estas comparaciones entre el arte del hombre y el divino arte cósmico del karma, también tenemos que tomar conciencia de las diferencias. Mientras que las artes humanas son algunas y numéricamente contables, el karma es un arte completamente diferente para cada individualidad humana; cada ser humano desarrolla su karma de una manera artística específica, se trata del arte que sólo ser y ningún oro puede dominar.

Y mientras que las obras de arte humanas generalmente nos son presentadas como obras terminadas, la gran composición de nuestras encarnaciones sobre la Tierra no finalizan para cada ser humano; − ninguna cadena de vidas terrenales presenta un cuadro completo. Esta es la razón de la fascinación, lo que nos atrae en los esbozos, estudios y fragmentos, − en todos los toscos intentos no terminados realizados por artistas percibimos ese parentesco interior.

Pero a pesar de que la obra del Karma no esté terminada, es una obra de arte, una obra de infinita belleza.

Si el Karma solo fuese la expresión de la divina sabiduría, el alma humana, incluso si aprendiera a comprender la sabiduría, sólo podría someterse a ella, sólo podría sentir subordinación, como lo que se siente ante un sabio maestro.

Si el Karma sólo fuese expresión de moral cósmica, de rectitud, de virtud, entonces el alma humana solo podría aceptar humildemente su veredicto, como uno acepta el veredicto de un juez de suprema integridad.

Pero debido a que el karma es belleza, radiante belleza cósmica, debido a esto, es posible aprender a amar el karma como amamos la belleza en el arte. Solo a raíz de que hay belleza en el karma, podemos −para emplear palabras de Albert Steffen− llegar a ser “verdaderos amantes de nuestro destino”.

Y en la medida en que aprendemos a ver y a amar la belleza en el karma, en esa misma medida, deberíamos poder reconocer, incluso en las duras y amagas pruebas de la vida, la tierna sonrisa del Karma.

Y tal y como tratamos de entender el arte del karma, vamos desarrollando una nueva actitud, diferente para cada vida humana en la Tierra; − una actitud que es consciente, que en todos los aparentemente triviales aconteceres de la vida cotidiana, en todo aquello que es tan llano y tan obvio, existe algo escondido. Tomamos conciencia de que cada vida humana sobre la Tierra es infinitamente más que lo que la vista percibe. Y la reverencia que podemos sentir ante las grandes obras de Leonardo también puede surgir en nosotros y aumentar ante la maravilla de cada vida humana en la Tierra − es esa la reverencia a la que Rudolf Steiner se refería cuando hablaba de karma.

Pero tal reverencia no ha de conducirnos hacia una obediencia esclavizante, sino hacia algo distinto: al reconocimiento de que, tal como en el arte humano, donde el genio del verdadero artista es libre paracrear nuevas formas y para establecer nuevas leyes; así la ley del karma, la ley de este arte cósmico, deja libre al genio en cada alma humana para las infinitas posibilidades que hay de acciones nuevas y creativas.

Y entonces podemos elevar la mirada sobre el milagro del genio a la luz que recibimos de la idea de la reencarnación, del karma. Y sólo bajo esa luz, el genio ya no aparecerá como anormalidad, o como fenómeno de la naturaleza, o como don arbitrario y gratuito de Dios, − sino como el fruto que el Karma va madurando desde la propia lucha humana, y por lo tanto constituye una muestra y un signo de dignidad del ser humano. Y sólo bajo esa luz las personas geniales no aparecerán como extranjeros en nuestro medio, sino como compañeros, como hermanos − no debido a la debilidad humana que quizás compartimos con ellos, sino porque también compartimos con ellos la chispa del genio en cada alma humana, − la chispa que no puede ser elevada a una llama en una sola breve vida humana, pero que se nutre y crece con las luchas y las pruebas, las penas e incluso las fallas de las particulares vidas en la Tierra, que son tomadas y llevadas a la corriente karmica.

Y a través de todas las formas y variaciones del karma, nos habla una voz, la voz del Señor del Karma, Aquél que enuncia que cada individualidad humana en su propio derecho está destinada a convertirse en un genio a su propia e individual manera − y esto significa: un ser cuyas acciones y logros conciernen a toda la humanidad y son un orgullo para la misma.

Y por lo tanto, a la luz del Karma podemos elevar nuestra mirada a los grandes hombres geniales como Leonardo da Vinci, con reverencia y no obstante ser conscientes de nuestro parentesco con la sustancia de su genio, y entonces podemos ver en ellos a nuestros hermanos mayores, nuestros compañeros de camino en un sendero común hacia un objetivo común.

Y si comprendemos al genio de esta manera, comprendemos a las personas geniales, a hombres como Leonardo, como sirvientes y heraldos del Espíritu Santo, el Espíritu de Pentecostés.

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